viernes, 14 de agosto de 2015

RECONOZCO QUE TENGO DEBILIDAD POR EL GRAN JULIO CAMBA Y POR SU IRONIA POLITICA. LE DOY LA RAZON SIENDO YO REPUBLICANO Y NADA MONARQUICO DE QUE AQUELLOS QUE QUIEREN CAMBIAR LAS COSAS EN NUESTRO PAIS NO SE LIMITEN A UN MERO CAMBIO DE NOMBRES DE CALLES Y DE PLAZAS Y DE EDIFICIOS Y DE TEATROS PORQUE ESO SERIA UNA DECEPCION EN TODA REGLA. AL MISMO TIEMPO QUE SE SUPRIMEN DETERMINADOS NOMBRES VINCULADOS A LA DICTATURA MILITAR FRANQUISTA BASICAMENTE MILITARES GOLPISTAS QUE ESAS CALLES Y PLAZAS ESTEN MAS LIMPIAS Y SEAN MAS HUMANAS Y LO MISMO DIGO DE EDIFICIOS YA SEAN POLIDEPORTIVOS O TEATROS QUE FUNCIONEN MEJOR Y SEAN MAS RENTABLES PARA LOS CIUDADANOS. MAGISTRAL EL ARTICULO QUE LES PONGO DEBAJO DE ESTE INSIGNE COLUMNISTA GALLEGO QUE SE MERECE POR SUS MERITOS LITERARIOS LA CALLE QUE TIENE EN MADRID.

EL TREN DE VILLAGARCIA

Julio Camba
Haciendo de República, 1934.
CAMBA, JULIO
No bien asumió el Poder, el Gobierno provisional de la República empezó a suspender diarios de gran circulación, y, si se tiene en cuenta que casi todos los ministros procedían del periodismo, habrá que comparar este hecho histórico con el de Hernán Cortés, cuando, en su propósito de no abandonar jamás ni un palmo del territorio que conquistase, quemó todas sus naves al llegar a Méjico. Yo me encontraba, a la proclamación de la República, en Nueva York, enviando correspondencias al ABC, y decidí regresar a España. Por cierto que en la hoja de desembarque, allí donde cada cual tiene que declarar el objeto de su viaje, puse «Solicitación de un alto cargo»; lo que, por un sí o por un no, me valió la más amable acogida por parte de las autoridades del puerto. Huelga decir que aún no he solicitado nada; pero en aquellos días un español que al repatriarse no tuviera intención de pedir algo, se hubiera hecho sospechoso, y a mí no me gusta crearme complicacones cuando estoy viajando.
Ello es que a los dos meses, más o menos, de proclamada la República, yo me encontraba en Villagarcía de Arosa esperando el tren de Santiago para ir a Vigo y trasladarme luego a Madrid. No recuerdo ya la hora a que el tren debía encontrarse en la estación; pero habían pasado díez minutos y aún no había llegado. De pronto se oyó un ruido.
- El tren. El tren -dijo la gente.
- Ya viene.
El ruido, sin embargo, tenía más de humano que de mecánico. Era un ruido así como de toses, gemidos y estornudos. No parecía sino que alguien, una persona asmática probablemente, estuviera echando el bofe a un paso de nosotros.
-El tren. Ya está ahí -seguía diciendo la gente.
Y era el tren, en efecto; pero aún no estaba allí. Desde el punto donde se encontraba hasta la estación había una cuestecilla, y el tren no tenía fuerzas para subirla. Pasaban ya veinte minutos de la hora de llegada. El tren soplaba, jadeaba, suspiraba, y la impaciencia del público iba transformándose en un sentimiento que tenía mucho de piedad. Ya conocen ustedes la ternura del alma gallega. Al ver los esfuerzos desesperados de aquel tren tan viejecito, una mujer del pueblo exclamó a mi lado:
- ¡Pobriño!...
Y, contagiado por el ambiente, hasta yo mismo, que llegaba de Nueva York, comencé a sentir remordimientos por haber ido a la estación con demasiado equipaje...
Por fin, en un esfuerzo supremo, el tren logró dominar la cuesta, y al poco rato aparecía en el andén, donde unos hombres, con la mayor solicitud, le hicieron tomar algo de agua, mientras otros le daban frotaciones y lo limpiaban del polvo y la carbonilla.
Y henos aquí ya en plena cuestión conceptual. No bien hubo el tren entrado en agujas, cuendo un señor, no lejos de mí, exclamó a grandes voces:
Pero, ¡habráse visto un escándalo semejante! ¿Cómo hay todavía autoridades que toleren eses máquinas?
- Tiene usted razón -le dijo otro señor-. La verdad es que esa máquina para lo único que estaría bien es para tostar cacahuetes.
- No. Si yo no me refiero a la máquina precisamente -repuso el señor de las grandes voces-. La máquina es lo de menos. Lo que me parece intolerable es que se llame como se llama. ¿No ve usted la placa? «Alfonso XIII». Llevamos ya dos meses de República, y aún no le han cambiado el nombre. Es un verdadero escarnio...
En esto, yo tuve que instalarme en mi vagón, y no oí más; pero hasta que llegamos a Vigo -y el tren tomó con bastante calma la tarea de transportarnos- fui pensando en la extraña psicología de aquel hombre, buen republicano al parecer, que no sentía el menor deseo de sustituir con otras mejores las pésimas máquinas de nuestros trenes; pero que quería a toda costa ponerles unos nombres nuevos. Aquel hombre había votado, sin duda alguna, a favor del cambio de régimen, y se daba por enteramente satisfecho con que este cambio quedase consignado en los nombres de las cosas; pero si las cosas no cambiaban, ¿qué clase de cambio era el que había que consignar?
Luego, en Madrid, me encontré a millares de republicanos con la misma mentalidad, y el señor de Villagarcía fue perdiendo interés para mí. Donde decía «calle de Alfonso XII», aquellos repubicanos ponían «calle de Alcalá Zamora». Donde decía «plaza de Bilbao», ponían «Plaza de Ruiz Zorrilla». No quedó un hotel con nombre monárquico, aunque en ninguno de ellos se procuró mejorar la comida ni el alojamiento. El teatro de la Princesa tomó no sé qué otra denominación, así como el Infanta Isabel; pero de las tonterías que solían representarse en ambos no se preocupó nadie. Los duques quedaron convertidos en ex duques, como si antes hubieran sido duques realmente, esto es, como si el título ducal hubiese constituido hasta el advenimiento de la República un cargo en activo. Al Real Cinema se le llamó Cine de la Opera, y si el Royalty sigue siendo el Royalty, es porque, según parece, nadie se ha enterado aún de que royalty quiere decir realeza.
Sí, señores. La cosa me parecía increíble; pero tuve que irme convenciendo de que son legión los republicanos que, habiéndose creído durante la Monarquía partidarios de un cambio de régimen, no fueron nunca, en rigor, más que partidarios de un cambio del nombre del régimen.

http://www.arrakis.es/~corcus/republica/articulos/camba011934.htm

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