IDÍGORAS Y PACHI
Cómo relucen los aforados andaluces
MIENTRAS VIVIÓ en la capital de España ese grande del flamenco que fue don Antonio Chacón, el genial cantaor jerezano madrileñizó algunas de sus cantiñas más populares, como aquella de «Santa Cruz de Mudela/ cómo reluce/ cuando suben y bajan/ los andaluces», en alusión a la estación ciudarrealeña en la que transbordaban los viajeros con destino y procedencia de Andalucía, que transformó en «La gran calle de Alcalá/ cómo reluce/ cuando suben y bajan/ los andaluces». Al cabo de los 85 años del entierro madrileño de aquel payo que marcó época, quienes habrán de relucir, pero de manera bien diferente, son quienes rigieron un cuarto de siglo los designios de este Mediodía (1990-2013), los ex presidentes Chaves y Griñán, así como su cuadrilla de subalternos. Van camino del Tribunal Supremo por su implicación en el mayor escándalo de corrupción de la historia de la Administración española, mientras Susana Díaz se hace la desaparecida y sólo habla de fútbol.
Tras tres años de tenaz instrucción, la titular del Juzgado 6 de Sevilla, Mercedes Alaya, ha devanado la madeja por la que, de 2001 a 2010, la Junta dilapidó en falsos Expedientes Reguladores de Empleo (ERE) 875 millones ilegalmente desviados a un fondo de reptiles para «institucionalizar la arbitrariedad en la concesión de ayudas públicas, permitir un uso extraordinariamente abusivo en el manejo de fondos públicos y regalar fraudulentamente ayudas a un extensísimo grupo de personas físicas y jurídicas próximas a los cargos de la Junta y del PSOE». Los «tres o cuatro golfos» que dijo Chaves suman una cincuentena de altos cargos entre los doscientos imputados.
No es que Alaya haya abierto una «causa general», sino que la corrupción se ha hecho general y emparenta este expolio con otros saqueos colosales como el de la formación, donde los mismos malhechores han hallado otro venero del que apropiarse con iguales modos y móviles, ejemplo de aquello que apuntó Bernard Shaw de que el problema no es que el poder corrompa, sino que hay políticos que corrompen el poder. Al margen de lo que resuelva ese Tribunal Supremo tenido por absolutorio de políticos que designan a magistrados que dispensan inmunidades a quienes deben altas puñetas, Alaya ha puesto negro sobre blanco el oprobio de treinta años de impunidad. Tirando del hilo de la denuncia periodística, ha desnudado el régimen andaluz. Ello le ha acarreado nauseabundas descalificaciones, torticeras trabas y enormes presiones, incluso de quienes debían preservar su independencia, como el expresidente del CGPJ, Gonzalo Moliner, que la amenazó con expedientarla antes de irse a San Telmo a almorzar con Griñán.
La recua de aforados celebra como una absolución la elevación de la causa al Supremo, después de aforarse y exhibir como esta figura medieval, más que escudar la inviolabilidad del diputado, guarece y propaga la corrupción a niveles de pandemia. Merced a la prerrogativa de evitarles ser juzgados por su juez natural en asuntos que no tienen que ver con su labor parlamentaria, se benefician de «leyes de encaje», esto es, de sentencias arbitrarias que, como explica el Tesoro de Covarrubias, «se le han encajado en la cabeza sin tener atención a lo que las leyes disponen». Contemplando la decena de aforados a los que Alaya acusa penalmente en el caso de los ERE, se percibe el abuso de una figura que en democracias de fuste sólo acoge a las primeras magistraturas del Estado o es inexistente, mientras aquí casi iguala los agraciados con coche oficial. Aunque todo es posible, dado como el Supremo libra por cuotas a los corruptos, exculpar a los presuntos autores de tan sistémica corrupción refrendaría lo que declaró Nixon a propósito del Watergate: «Si el Presidente es quien lo hace, no es ilegal».
Aquella dimisión, hace ya cuarenta años, colige que la pugnacidad de los reporteros de The Washington Post descubriendo un espionaje político al máximo nivel tras un aparente robo de poca monta en el cuartel general demócrata, se habría quedado en nada o hubiera redundado en serios problemas para los periodistas y el rotativo sin la firmeza del Tribunal Supremo, pese a que el Presidente forzó la dimisión de tres fiscales, y sin la acometividad del Congreso, donde la comisión de investigación dio con grabaciones en el despacho oval activando el impeachment por una Cámara sin alineamiento partidista. Sólo así, la noche del 7 de agosto, ante el escuálido apoyo de 15 de los 100 senadores republicanos en vísperas del «juicio final» de la Cámara Alta, Nixon resolvió dimitir.
De igual modo, el hallazgo de Sebastián Torres y Antonio Salvador el 27 de diciembre de 2010 del río subterráneo de los ERE bajo el episodio de saqueo de una empresa pública como Mercasevilla, o de Manuel Mª Becerro y Silvia Moreno con las facturas falsas que financiaban ilegalmente a UGT acreditando que era la punta del iceberg de los cursos de formación que ha enriquecido a logreros como Ángel Ojeda (cuyas andanzas atisbó tempranamente Berta González de Vega) o la mujer del número dos del PSOE-A con Griñán, Rafael Velasco (como ojeó Carmen Torres), no habría servido de nada sin la investigación de Alaya con un Parlamento que ni está ni se le espera, sometido al rodillo socialista et alii. Todo habría quedado en agua de borrajas, sin descartar que se les hubiera sentado en el banquillo, como cuando EL MUNDO destapó en 2001 el espionaje de los presidentes de las cajas San Fernando y El Monte, opuestos a la Caja Única de Magdalena Álvarez (imputada por los ERE) bajo los supuestos auspicios de Chaves y su edecán Luis Pizarro a través de rufianes de las mafias de los subasteros judiciales. Con la conducta genuflexa de un «juez para la democracia» y la mendacidad servil de la Fiscalía, enmendada tras purgar pena de banquillo, se quiso callar a EL MUNDO de Andalucía y que el resto escarmentara en las cabezas de Javier Caraballo, autor de la primicia, y mía, director del rotativo. Felizmente, las manos que hicieron desaparecer de la caja fuerte del Palacio de Justicia el vídeo con la confesión de un participante en los seguimientos a Beneroso y Benjumea no lograron extirpar el periodismo de investigación de EL MUNDO. No por casualidad, ese 2001 fue cuando se inició el fraude de los ERE.
Hace unos días, al presentar La desventura de la libertad en Marbella, Pedro J. Ramírez, evocanado la investigación primero en Diario 16 y luego en EL MUNDO de las fechorías de Jesús Gil frente a la complicidad socialista que lo indultó como Franco y el silencio cómplice de medios que vivían de sus favores, proclamó: «Ha quedado demostrado que la corrupción no era algo sólo de Marbella y que estaba más extendida y era más sistemática más arriba por el Mediterráneo». De hecho, la Junta, después que Gil tomara su Alcaldía harto de pagar comisiones a consejeros que se han ido de rositas como Montaner y a la tesorería socialista por legalizar sus promociones, imitó la suplantación de competencias del consistorio por una red de empresas municipales que soslayara la ley con esa administración paralela para escamoteos de los ERE o la formación. Si se ha destapado es porque, a diferencia de Cataluña, ha habido periódicos -quizá el plural sea excesivo- que denunciaron la corrupción, mientras en aquellos pagos imperaba la obediencia debida y el editorial único.
Durante decenios esas denuncias periodísticas han parecido estériles, con rotativos a la catalana que han hecho de la ocultación de noticias su negocio y magistrados que han convertido su desistimiento en la forma de hacer carrera. La gota ha horadado la roca hasta hacer desfilar camino del TS a los aforados de la casta andaluza. Sólo falta un epígono de don Antonio Chacón que adecúe a estos tiempos su cantiña, sobre todo al ver la poca vergüenza de Chaves y Griñán al trascender los pormenores judiciales de sus felonías en el auto final de Alaya, cuyo carácter es destino, como sentenció Heráclito.
FRANCISCO ROSELL
No hay comentarios:
Publicar un comentario